…Si
tuviera que describir a Lucía, diría que es la mujer más bella que he visto en
la vida, con su piel clara y sonrosada, su cabello castaño, corto que le llega
justo debajo de la barbilla, sus ojos grandes, castaños y almendrados,
brillantes como ningunos otros, expresivos y sinceros, cubiertos por una espesa
capa de pestañas negras… Y sus labios carnosos y casi siempre coloreados de
rojo, de los que se asomaba su centelleante y agradable sonrisa y cómo
olvidarme de sus 163 centímetros de altura compuestos de sus piernas largas y
esbeltas, seguidos de su tronco delgado, y en la cima su hermoso rostro… Pero
si se pregunta alguien si despertaba en mí el deseo sensual, entonces debo
decir lo mucho que me gustaban sus ligeras curvas, iniciando con sus pechos
pequeños y redondos, que daban la impresión de ser dos deliciosos caramelos
capaces de embobar a cualquiera que gustase de lo dulce, además de su estrecha
cintura que terminaba justo donde nacía su cadera, que aunque no era demasiado
prominente, estaba delicadamente adornada por sus deleitosas nalgas que aunque
no eran exorbitantemente grandes si eran dignas de robarse las miradas de más
de uno.
Oh,
mi amada Lucía, si tan solo te tuviera entre mis brazos una vez más, si tan
solo pudiera volver a ver tu sonrisa aperlada llena de vida.
Jamás se me ha dado eso del romanticismo, pero Lucía vino aquí a romper todos mis esquemas, y es que por más que he buscado entre mil mujeres, no encuentro a nadie que logre llenar el vacío que ella dejó, nadie logra apagar el fuego… Nadie más que Lucía ha logrado calmar esta alma indomable y hambrienta.
La
conocí de coincidencia una tarde decembrina, y nuestros caminos continuaron el
uno sin el otro, pero pronto llegó enero y el fiero e impredecible destino,
cruzó nuestras vidas una vez más el aquel café.